miércoles, 29 de diciembre de 2010

La invitada

La conocí un buen quince de diciembre, en un sitio poco común, el Hospital. En aquella casa del dolor, criadero de personas para el olvido y para muchos las mismísimas puertas del cielo, se presentó ante mí la mujer de mi vida. Yo salía de allí con una mala noticia, pero el conocerla hizo que me quisiera comer el mundo.
Ella vestía de morado oscuro, sus labios iban a juego, pero brillaban, conteniendo en ellos una gran fuerza seductora, una fuerza de esas que te hacen correr hacia el abismo.
Al parecer venía de hacer unas cuantas visitas, no le pregunté el motivo de ellas ya que para un primer encuentro no eran nada adecuados demasiados interrogantes y no era plan de que se llevara una mala impresión. Para mi sorpresa, al igual que para la suya, no teníamos con quien pasar la Nochebuena, así que sin dudarlo la invité a cenar conmigo, ya que aunque la Navidad siempre me había parecido un revoltijo de cosas similar a un vertedero, la sensación de soledad se hacía más presente aquellos días.
Cuando la vi entrar por la puerta de mi casa la víspera del alumbramiento de Cristo me quedé como una estatua. Aquella chica, de la cual no conocía el nombre, llevaba un precioso vestido largo negro, con alguna que otra pequeña lentejuela y un escote que podría corromper a cualquier hombre y manejarlo como si de un juguete se tratase.
Durante la larga cena compartimos experiencias y vivencias; parecía que la conocía de toda la vida, un sentimiento que era mutuo… ¡Aquello sí que era química!
Tras el atracón de comida llegó el de los besos. Al cabo de cinco minutos mi salón parecía el campo de batalla de una gran guerra. Rápidamente la llevé en brazos a mi cama y la recosté mientras con cierto ímpetu la fui desnudando, mientras ella jadeaba de pasión.
Quise dominar la situación, pero ella era una fuerte amazonas que comenzó a cabalgar con rapidez, entre un mar de gritos y placer: los vecinos daban igual.
Con los ojos cerrados, innumerables imágenes de mi vida recorrieron mi mente como una visión caleidoscópica, y, justo en el momento del mayor éxtasis de mi vida, un largo túnel con una pequeña luz al final se interpuso en mi campo de visión mientras las voces de aquella salvaje mujer y mi corazón se iba apagando.

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