martes, 14 de diciembre de 2010

La batalla del Ebro




Los disparos de los obuses resonaron de nuevo a lo largo de la campiña. Aquellas catapultas modernas reventaban cuerpos y mutilaban soldados a decenas: la Guerra Civil estaba siendo una masacre descontrolada, y a Alfonso Llamas estar en el bando republicano no le ayudaba.
Por mucho que quisieron resistir, la nueva oleada de tanques alemanes les hizo retroceder hasta un bosque. Las órdenes de Juan Modesto eran claras: defender Ribarroja del Ebro a vida o muerte.
En principio parecía fácil defender aquella zona, pero la división cuarenta y dos no lo estaba teniendo nada fácil, ya que aquel lado del río estaba prácticamente en poder de los franquistas.
Extasiado, se sentó en un tocón, que le hizo las veces de banco. Allí recargó su Fusil Mauser; era el último cargador. El sudor le recorría la frente como un tren descarrilado que no encontraba las vías, y aquel sudor no era de cansancio, si no de miedo. Deseó estar en su pueblo de Castilla, en plena montaña, más alejado de todo aquel infierno… pero que cojones, estaba luchando por su familia, y no se podía defender un pueblo, unos ideales, desde el sofá.
Nada más recargar la pesada arma, deseó levantarse, pero un proyectil estalló a pocos metros y lo dejó bloqueado. Segundos después otro más cercano le hizo perder el conocimiento.

Cuando volvió en sí estaba atado a un poste. Lo primero que vio fue la fachada de un edificio pequeño, afectado parcialmente por la metralla de alguna granada. Al echar la vista al tejado observó que un vigilante del bando contrario no les quitaba el ojo.
Cuando giró la cabeza a ambos lados, descubrió que más compañeros suyos estaban a su lado, dispuestos en fila, algunos todavía estaban inconscientes. Sin duda alguna estaban en el paredón.
Minutos más tarde, una fila de soldados apareció al fondo, encabezados por un sargento, que fumaba un puro con avidez: el humo le tapaba la cara.
Alfonso sabía que ya no había nada que hacer. Un cura, si es que llegaba, vendría y les daría la extremaunción, después, tras una orden seca, sería agujereado como si fuera el gato vagabundo al que todos los niños le tiran con su carabina de perdigones, y por supuesto, también ganaba quien acertaba en el ojo.
Los soldados falangistas se pusieron frente a ellos; definitivamente, no habría sacerdote en aquel entuerto, pero poca cosa podía mediar Dios en aquella acción de animales.
Cuando por fin logró ver la cara al sargento, descubrió que era su hermano pequeño Sergio.
Una corriente de ira le recorrió su cuerpo, pero no dijo nada, prefería morir en silencio. Su hermano recorrió con la mirada a todos los condenados y cuando vio a su hermano, lo miró fijamente a los ojos y dio la orden de fuego.

Parece ser que no iba a poder ir de crucero con su esposa Ángela, “Cómo los americanos esos” me dijo un día mientras ordeñaba una oveja.

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