viernes, 7 de diciembre de 2012

Celuloide





            Marcos metió la fregona en el cubo, escurrió y volvió a batirla contra el suelo, al igual que las anteriores quinientas veces, había manchas pegajosas de coca cola, de pisadas, y de otras cosas que mejor no querría saber su origen, todas cosas sólo podían juntarse ahí, en una sala de cine y, concretamente en esa, en la 6, de apenas doscientas butacas y a dónde se iban relegando las películas de menor fuste, hervidero de primeras pajillas, de primeros besos a escondidas, y de gente a la que le gustaba que hubiera poca gente en la sala, aunque ambos factores no se llevaban muy bien, exceptuando los viejos verdes que iban a mirar el panorama, menuda fauna la de la sala 6.
            Después de pasar el mocho, que sólo era el principio, fue a limpiar los restos de sal de la máquina de palomitas, aquello era peor que la grasa de una freidora de patatas.
            Marcos estaba sólo en el cine, y pese a todas las risas que se producían allí dentro, en penumbra, sin el olor a palomitas y sin niños haciendo el tonto por las escaleras, aquel sitio daba miedo.
            Tras dejar todo en el trastero se dispuso a cerrar la sala de proyecciones, dónde además guardaba su cazadora. Aquella sala era la más angosta, todos los proyectores estaban juntos y aún la sala estaba caliente, reticente a dejar escapar el calor producido por aquellas máquinas, que se resistían a abandonar el celuloide para dar paso al digital. Fue entonces cuando un reflejo entró por la ventanilla de uno de los proyectores, concretamente el de la sala 6, la de apenas doscientas butacas, la que albergaba películas de menor fuste y era el hervidero de las primeras pajillas.
            Apartó un poco el proyector y miró por el pequeño cristal; allí abajo, entre aquellas doscientas butacas, le pareció ver a una chica sentada. Marcos se asustó un poco, no debería haber nadie allí, por lo que bajó rápidamente las escaleras. Por el camino pensó que a lo mejor era Teresica, la hija del jefe, y que iba por allí cuando quería y hacía lo que le daba la gana… era también una usuaria de la sala 6.
            Entró con el corazón en un puño, aquello era más emocionante que cuando en medio de la película se iba el sonido y nadie tenía ni idea de cómo arreglarlo. Allí no había ni el tato. Se sentó un momento en la primera butaca que pilló, era la primera vez que se sentaba en toda la tarde, la verdad es que eran cómodas, era de entender que hubiera gente que se durmiera allí.
            Se comenzó a oír un fuerte murmullo en el pasillo, y antes de que Marcos pudiera moverse, empezaron a entrar muchas personas en la sala, vestidas con trajes elegantes, guardapelos, chisteras, bastones dorados, etc, lo que podría parecer la alta burguesía de primeros del siglo XX. A su lado se sentó una chica más bien joven, con un vestido largo de volantes y muchos colgantes de perlas, tenía la cara empolvada, y resaltaba mucho un lunar en su pómulo derecho; le sonrió mientras abría un abanico y comenzaba a airearse. Miró a su alrededor: gente impaciente, hombres importantes hablando de petróleo y de las últimas escrituras de Rubén Darío.
            Paralizado, porque no tenía ni idea de que cojones estaba pasando, empezó a morderse las uñas, pero al ver que su joven acompañante no aprobaba aquello con la mirada, paró de hacerlo. Las luces se apagaron y el proyector comenzó a disparar sin cesar unas imágenes que le resultaban más que familiares, pues cual fue su sorpresa cuando en la pantalla de aquella pequeña sala sexta se comenzaron a desfilar a una cadencia de dieciséis fotogramas “El viaje a la Luna” de George Méliès. Cuando el último cuadro desapareció de la pantalla, la luz volvió a la sala, y todos comenzaron a murmurar. Marcos, emocionado, le dijo a su acompañante que aquella película le gustaba mucho y que la había visto muchas veces, ella, sorprendida, le dijo que era la primera vez que aquello se veía en el cine.
            A Marcos, sorprendido, tan sólo se le ocurrió decirle que era amigo de Méliès, de ahí que ya la hubiera visto. La muchacha, que se hacía llamar Isabel abrió los ojos como platos, y enseguida había mucha gente interesada en su persona, sobre todo hombres de buen año, con grandes bigotes y ojos pequeños, preguntándole si sabía cómo se habían podido hacer los efectos de la película.
            Apabullado, Marcos dijo que se tenía que ir, que no podía acompañarles ese día a tomar un café. Pero Isabel, que desprendía belleza por todos los poros de su cuerpo, le pidió que si podía quedar mañana con ella y unos amigos en el cine, para después hablar de arte. Marcos no tuvo más remedio que aceptar a quedar con Isabel a esa misma hora al día siguiente, en aquella sala 6, de apenas doscientas butacas, dónde se iban relegando las películas de menor fuste, hervidero de primeras pajillas, de primeros besos a escondidas, y de gente a la que le gustaba que hubiera poca gente en la sala.

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