lunes, 5 de septiembre de 2011

Una nueva aventura

Estaba yo actuando en el Cerco, cuando ya había hecho de Rey Fernando y me encontraba ya como miembro del coro que acompaña a la actuación (no tiene diálogo ni apenas movimientos), cuando se me ocurrió la banal idea de escribir una pequeña novela sobre el Cerco de Zamora, orientada principalmente a la juventud zamorana especialmente, la cual ha oído hablar mucho de esta historia pero pocos la conocen, y si van a verla al cerco, no creo que el que sea en verso ayude mucho. Así pues, aquí os dejo lo que sería el prólogo de la novelilla, a ver si puedo documentarme como es debido y tener un borrador en poco tiempo, pues no puedo dejar desatendido todo lo demás, así pues, que juzgue el pueblo llano:


CAPÍTULO I: EL LEGADO DE FERNANDO I EL MAGNO




Todo el mundo estaba alterado. Normalmente, como solía decir la gente del populacho, a rey muerto, rey puesto, pero aquella vez no iba a ser tan fácil, y menos estando de por medio el reparto de España.
En esas estaba el rey Fernando I, que la mañana del veintiséis de diciembre había convocado en la iglesia de San Isidoro de León a eclesiásticos, obispos y abades viendo que su fin estaba cerca. También estaban allí presentes sus hijos Alfonso, Sancho, García y Elvira. El Magno se encontraba acabando su testamento, el cual había dictado a un ritmo muy pausado.
-… Y yo así lo dispongo como rey de España, en nombre del Señor.
Cuando el testamento estuvo redactado, el rey pidió que se retiraran todas las personas que allí le estaban acompañando, unos estaban por interés, otros por verdadero aprecio, pero tanto unos como otros abandonaron la iglesia sin rechistar, había hablado el rey.
Instantes después, Fernando por fin se hallaba solo y, con paso lento pero firme, se arrodilló ante el altar sin que su corona se moviera un ápice de su cabeza. Pasó su lengua por sus labios casi secos y, tras unos segundos de silencio en los que contempló como la luz que pasaba a través de las coloridas vidrieras regaba todo su ser, rezó:
-Tuyo es el poder, tuyo es el reino, Señor. Encima estás de todos los reyes y a ti se entregan todos los reinos del cielo y la tierra. Y de ese modo el reino que de ti recibí y goberné por el tiempo que Tú, por tu libre voluntad quisiste, te lo reintegro ahora. Te pido que acojas mi alma, que sale de la vorágine de este mundo, y la acojas con paz.
Sintiéndose de repente reconfortado, reunió las suficientes fuerzas para gritar que le fueran a buscar. Rápidamente los eclesiásticos y demás representantes de la Iglesia irrumpieron en la iglesia, preocupados. Tras una nueva orden, lo despojaron de sus atuendos reales y le vistieron con un sayo, después de esto, recibió la Santa Unción.
Todo el ritual lo contemplaban sus hijos con cierta congoja pero con frialdad; desde pequeños habían sido enseñados a ser fuertes y a no mostrar debilidad. Quizás la que más afligida parecía Doña Elvira, que había sido mejor instruida en otros menesteres.
Al finalizar aquella triste ceremonia, llevaron al rey a sus aposentos y lo tendieron en la cama, orientada hacia Oriente, la cual era bañada por la tenue luz del atardecer a través de una modesta ventana.
Las horas pasaban largas para el Magno, que fue dejado solo para su mejor reposo. Él sabía que su señor ya le llamaba, y que la hora estaba cerca, pero en el fondo tenía miedo a la muerte, un miedo que se fue magnificando a la vez que el gran astro iba perdiendo su particular batalla contra el tiempo en favor de la luna.
Cuando tuvo ganas de dormir mandó salir a todo el séquito de la habitación.
-No me dejan ni morir tranquilo –pensó a la vez que daba la orden a uno de sus portavoces.

Al día siguiente, de nuevo con toda la comitiva a sus pies fue perdiendo paulatinamente la vista, y cada vez le costaba más oír, por lo que el portazo que sonó de repente en la habitación le llegó a él como un leve zumbido. Hasta su lado llegó un borrón negro que le empezó a gritar con una potente voz femenina:
-¿Qué ley padre os dice que son mejores los hombres que las mujeres? A Alfonso, Sancho y García aquí presentes dejáis la mejor parte de vuestro gobierno, y yo, como soy hembra, parece que tengo los mismos derechos que una bastarda, ¿acaso os he tratado mal? ¿Qué pecado he cometido que merezca tal castigo? –tomó un fuerte suspiró a la vez que las lágrimas empezaban a brotar- Así pues, deberé ir por las tierras de España como si fuera una mujer errada, dando mi cuerpo a quién bien se le antoje, tanto a moros como a cristianos.
-¿Quién es esa que así habla? –preguntó el rey que notaba como se le iba secando la garganta y su visión se tornaba en sombras.
-Vuestra hija, Doña Urraca –respondió con voz alta y clara el arzobispo.
-Calla, hija, calla, no digas esas palabras, que mujer que así dice, merece ser quemada. No quiero dejarte pobre, aunque ya tú por ti misma eres rica. Allí en Castilla la vieja un lugar se me olvidaba, su nombre es Zamora, la llaman la bien cercada, bien guarnecida y torreada. Quién ose quitárosla hija –el rey tomó su último aliento a la vez que los párpados se le caían como losas-. ¡Mi maldición le caiga! –y expiró.
Todos dijeron Amén, excepto Sancho que se retiró unos pasos atrás, quedándose en penumbra, callado, mirando al suelo.

2 comentarios: