jueves, 20 de enero de 2011

La sonrisa de Mona Lisa

Todo tiene un principio supongo, y se podría decir que mi camino literario comienza con este relato, ya que es con el primero que recibo una distinción (aunque tan sólo sea finalista). Gracias a este concurso de Civilia he podido ver algo mío publicado antes de los 20 años (un objetivo personal). Aquí os dejo el susodicho relato (algo largo para una entrada de blog):


"Si añades un poco a lo poco y lo haces así con frecuencia, pronto llegará a ser mucho -Hesíodo-

He de decir que esperaba mi cumpleaños con la misma impaciencia que todos los años; aunque este ya soplaba la increíble cifra de diez velas, la incertidumbre de lo que contenían los paquetes era un subidón de adrenalina para cualquiera. Pero aquel día fue algo descafeinado, ya que, como venía siendo normal desde hacía algunos meses, mis padres se pasaron todo el día discutiendo por cosas absurdas, o, al menos, a mi juicio, no es normal discutir cinco minutos sobre cómo se deben colocar los platos en el lavavajillas.
Yo, al cabo de un rato, decidí pasar del asunto y me metí en mi habitación, había intentado hablar con ambos, pero es de esos casos en que en vez de tener un hijo se creen que tienen un mueble. Tiré a la papelera todos los papeles de regalo. Había gente a la que le gustaba guardarlo, pero yo no soy alguien superficial, me importa más el interior. Mi regalo preferido de aquel año había sido un puzzle de mil piezas que me había regalado mi tía Tere. Desde pequeño me habían gustado los puzzles, antes eran más infantiles y pequeños, pero cada vez eran más grandes. Este año, en concreto, me había regalado un puzzle del cuadro de la Gioconda, un cuadro que decían que era muy misterioso pero que a mí no me llamaba especialmente la atención, es más, en algunos aspectos aquella mujer me parecía un hombre.
Me quedé embobado mirando a los pequeños y múltiples pegotes de gotelé que llenaban la pared, quizá calculando donde colocaría el nuevo puzzle cuando lo hubiera concluido, aunque, a decir verdad, no eran muchos los huecos que quedaban en la habitación sin un puzzle. Los había de Disney, de paisajes, monumentos… ahora también formaría parte de mi pared un cuadro del tal Da Vinci.
Quería empezar esa misma noche a hacer el puzzle, pero mis padres estaban utilizando el estudio para sus discusiones. Podía intentar ponerme a ello, pero seguro que pagaría los platos rotos sin haber hecho nada. Así que cerré mi puerta y me acosté. Me dormí teniendo como música de fondo los gritos de los perfectos papás.
A la mañana siguiente me levanté temprano para ver mi serie de dibujos animados preferida pero, para mi sorpresa, esa mañana mi padre estaba durmiendo en el sofá del salón. No sin cierto cabreo me volví a la cama y me puse a escuchar algo de música.
Después de comer, cogí el puzzle bajo mi hombro y me encaminé hacia el estudio, en el cual había una gran mesa que utilizaba para hacer puzzles. Esa mesa también la utilizaba mi padre, Carlos, para dibujar sus proyectos, pero desde que lo habían despedido no la utilizaba.
El paro era uno de los temas que más se repetía en las discusiones de mis padres, y la verdad, no entiendo el porqué; él no tenía culpa de que lo hubieran echado. Mi madre utilizaba muchas veces la palabra secretaria, era entonces cuando se cabreaba más mi padre. Pero bueno, eso no es lo importante ahora, si no… ¡Encontrar los bordes! Aquel puzzle era bastante complicado, porque aunque era más pequeño que otros… los colores eran todos muy parecidos.
Estaba en mitad de mi hazaña cuando irrumpieron en la habitación mis padres con estrépito. A mi madre, Sara, le corrían unas tímidas lágrimas por la cara, mi padre entró detrás armado con dos cojines rosas. Comenzaron a discutir sobre Noelia.
Noelia iba a ser mi hermana, puesto que mi madre llevaba dos meses embarazada. Ella decía que quería abortar porque decía que no tenían dinero para tener otro hijo, mientras que mi padre decía que no, que lo de su trabajo era temporal, que pronto encontraría trabajo y que él, cuando decidieron tener otro hijo, no contaba con que lo fueran a despedir.
De hecho, el estudio se había ido transformando en una habitación con las paredes color pastel y estaba semi inundada de conejitos de peluche, pero en cuanto mi padre fue despedido el proceso se detuvo y a medida que la actividad en la habitación disminuía aumentaban los gritos y los reproches.
Me echaron de allí con la frase típica de: “Alejandro, vete de aquí, esto son cosas de mayores”. Tras un portazo, siguieron con lo suyo. Me fui al salón a ver la tele, pero a los diez minutos mis padres cambiaron de ring y me echaron de allí también. Me sentía frustrado y esa frustración hacía que ninguna pieza me encajara. Odiaba que mis padres discutieran, sobre todo cuando nombraban la palabra separación o divorcio. Tenía amigos con esos problemas y no quería convertirme en una pelota que cambiara de tejado cada fin de semana.
Al día siguiente, tras llegar del colegio, me puse con el puzzle. Mi padre estaba haciendo la comida, para que cuando llegara mi madre hubiera un motivo menos de discusión. En esas estábamos, cuando vino al estudio. Hablamos de todo un poco, incluso de chicas, algo que intenté evitar por todos los medios, aún era joven para pensar en esas cosas, más bien me deba vergüenza. Justamente cuando enlacé una esquina del puzzle con otras dos piezas, se me ocurrió que mi padre podría llevar a mamá al cine como hacían antes, para ver si así se calmaban las cosas. A papá le pareció bien.
Seguí enlazando bordes, y a la llegada de mi madre llevaba casi un lateral completo. Mi padre le dijo lo del cine y ella dijo que no, que no estaban para perder dinero; empezaron a discutir. Me cabreé muchísimo con mi madre, tanto, que cogí mi cerdito, que, tras el cumpleaños, estaba repleto de monedas y lo rompí delante de ella como diciendo: “ahí tienes dinero”. Tras eso, ambos se empezaron a reír, algo que también me cabreó por que no le veía la gracia al asunto. Tras eso mi madre limpió los restos de mi hucha y aceptó ir al cine. Bueno, algo iba bien por fin.
Para mi suerte, me dejaron solo en casa, era la primera vez que lo hacían. Como no tenía a nadie vigilándome todo el rato, dejé de lado el puzzle, que total, por un rato no pasaba nada, y me puse a ver la tele, que en ese instante daban un programa de esos que decían tacos que mis padres no me dejaban ver, pero que yo encontraba graciosísimo.
Por desgracia, mis padres volvieron otra vez de morros, porque, fijaos que casualidad, la peli trataba de una historia parecida a la suya, y ello había hecho que cada uno empezara a defender su postura, y claro, burros eran los dos, así que ninguno cedía. Siguieron así el resto del día, y al llegar el anochecer, enrollé lo que llevaba hecho de mi nuevo entretenimiento en un porta-puzzles e hice mi mini maleta, acto seguido le exigí a mi padre que me llevara a casa de mi abuela. Estaba harto de escuchar gritos y portazos, y, aunque si me iba a casa de la yaya me iba a hacer comer garbanzos y puré de cosas raras, era un precio que estaba dispuesto a pagar. Como mi padre no tenía ganas de discutir más, y en verdad, no era bueno que estuviera allí en esos momentos, decidió, con el consentimiento de lo que él llamaba ahora “la víbora”, llevarme a casa de abuela Carmina.
Era una gozada estar en casa de la abuela, tan calentita y tranquila… bueno, a veces era tan tranquila que deseabas que ocurriera algo porque tanta tranquilidad podía aburrir. Ella solía estar la mayoría del día sentada frente a la tele, haciendo punto de cruz (ayudada por sus gafas de media luna); mientras veía esos programas de cotilleos que a mí me daban mucho asco, porque no le veía ningún sentido a lo que se hablaba en ellos… con lo entretenido que era ver dibujos animados o documentales de leones y tiburones. La principal pega de aquello, era que siempre era la dueña del mando a distancia, así que solo podía ver lo que quería cuando se quedaba dormida. Mientras tanto yo, ajeno a la telebasura, me senté en la camilla, al calor del brasero, y seguí con mi puzzle. En aquella tarde, terminé de hacer los bordes, con lo cual ya podía empezar con el interior. Decidí hacerlo de abajo a arriba. En este caso era más difícil, ya que la parte inferior era casi del mismo color, pero, como el tiempo en casa de la yaya sobraba, no importaba perderlo.
Al quinto día de mi llegada a la casa de la abuela, ya había completado casi un cuarto del puzzle, y las manos de aquella señora, o señor, que aún tengo mis dudas, ya estaban hechas. Justo cuando puse la última pieza de las manos, llamó mi padre para decir que venía a buscarme, que, al parecer, las cosas se habían calmado.
Llegué de nuevo a mi casa y fui a dejar a la Gioconda a su respectivo sitio. Cuál fue mi sorpresa cuando vi que la mesa de estudio estaba lleno de enormes hojas repletas de rayas y números. Mi madre me dijo que papá había encontrado trabajo en una empresa de construcciones industriales, me explicó varias cosas sobre su trabajo que no entendí, pero, el caso, es que papá había encontrado trabajo y, por tanto, la felicidad parecía volver a casa.
A raíz de esto, volví a dejar descuidado mi particular proyecto, y me entretuve junto con mi madre en la decoración de la habitación de mi hermana. Según pasaban los días yo la veía más seria y triste, y no comprendía el porqué. Le pregunté varias veces por ello, pero me dijo que no la iba a entender, o cosas parecidas, así que desistí: al finalizar la semana, comenzaron, de nuevo, las riñas.
Para mí aquello era frustrante, yo con mis amigos no discutía por nada, y si teníamos alguna riña, con un piedra papel o tijera para repartir las suertes estaba solucionado, pero ellos parecía que aquel simple juego lo transformaban en acusaciones y miradas asesinas como las de las pelis.
Además de eso, me frustraba el no poder hacer nada, porque siempre que intentaba ayudar, me cerraban la puerta o me echaban de donde estuvieran, me estaban empezando a cansar, sobre todo cuando volvieron a sacar el tema de la separación. Aquella noche tuve pesadillas, soñé con que me convertía en el chico de “Este niño es un demonio” y que no tenía padres y estaba en un orfanato con monjas que me hacían comer alcachofas todos los días y el resto de niños no me hablaban y me daban collejas.
Mi pesadilla siguió por la mañana, ya que, sobre la mesa, vi unos papeles que hablaban de trámites de separación. Al principio pensé que aún estaba soñando, pero cuando mis padres me llamaron para explicarme lo que pasaba, me di cuenta de que aquello era muy real.
Me encerré durante días en mi cuarto, y me dediqué sólo y enteramente al puzzle, que se fue completando rápidamente, debido a que mi cabeza se quería evadir de cualquier otro pensamiento. Solo salía para comer, ir a clase y hacer mis necesidades, la tele la había dejado de lado también.
Para mi sorpresa y agrado, a la semana de mi auto-encarcelamiento, comprobé que las conversaciones de mis padres eran más fluidas y amistosas. Los proyectos de mi padre estaban causando muy buena impresión en la empresa y ello hacía que estuviera más feliz, y con ello mi madre y con ello, yo.
Aquello me daba las esperanzas de que aquellos papeles no se firmaran nunca, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera. Aquella tarde vi una película en la que un matrimonio se iba de vacaciones a una isla para arreglar sus problemas. No le di mucha importancia a aquello hasta que al día siguiente, en el buzón de la publicidad vi un panfleto que anunciaba viajes a hermosas islas. En ese momento se me encendió la chispa y vi en ese viaje una solución. Dejé el papel en la mesa del salón y me senté en el sofá para comprobar los resultados. La primera en llegar del trabajo fue mi madre, que, tras dedicarle un par de segundos al papel, lo tiró, para mi desgracia, a la basura. En cuanto el camino quedó de nuevo libre fui a por el papel y lo dejé de nuevo a la vista. Al llegar mi padre, dejó las llaves en la mesa, y cogió el panfleto: se le iluminó la cara. Llamó a mi madre y le dijo que si había sido idea suya, a lo que respondió que ella lo había tirado a la basura. Después, simultáneamente, me miraron ambos, y yo me puse rojo, pero estaba feliz, parecía ser que mi plan podía funcionar.
De nuevo, cogí el petate y me fui a casa de la señora Carmina, pero mucho más feliz que la anterior vez. Bajo mi brazo llevaba uno de los cuadros más famosos del mundo, que ya estaba tocando a su fin, ya que solo quedaba un poco del paisaje y la cara de aquella, llamémoslo persona.
Para acelerar el proceso, mi abuela dejó una tarde de lado el punto de cruz y me ayudó con la construcción, aunque como estaba más pendiente de la tele que del puzzle, muchas veces tenía en la mano las fichas que me hacían falta a mí.
A la vuelta del viaje, a mis padres se les veía mucho más felices, e incluso las ojeras que se les habían ido formando durante todo ese tiempo se habían atenuado.
Llegamos a casa, y, a media tarde, mientras mi puzzle ya agonizaba, ambos se pusieron a hacerlo conmigo. Siempre hacían lo mismo: cuando era más difícil no me ayudaban, porque según ellos “fomentaban mi crecimiento intelectual”, pero cuando quedaban apenas cien piezas bien que venían.
Todo iba de perlas hasta que llegamos a la extraña sonrisa de aquella persona… ¡Se había perdido una pieza!, buscamos por toda la casa en busca de ella, pero no había forma.
Tras media hora de búsqueda, mi padre encontró la dichosa pieza debajo de todos los papelajos de la mesa de proyectos, que seguro que quedó allí cuando me quitó el puzzle de allí para comenzar de nuevo a trabajar. El chulo de él quería poner la última pieza, pero se la arrebaté, yo había puesto más de novecientas piezas de aquella obra de arte, creo que tenía todo el derecho a colocar la última pieza.
Al finalizar, mis padres me contaron que su luna de miel fue en París y que fueron a visitar el cuadro al museo del Lúbre (no se si se escribe así). Tras la historia, partieron delante de mí los papeles de la separación y di saltos de alegría a la vez que a mis padres se les soltaba alguna lágrima, seguro que pensando como habían llegado a aquella situación de una forma tan estúpida. Después me quedé mirando aquella última pieza, que completaba aquella mística sonrisa, y, sin querer, aquella media sonrisa se me contagió, y entonces comprendí, que al igual que un puzzle, la vida necesita paciencia, y si la dejas de lado, las consecuencias pueden ser nefastas. Para la siguiente discusión ya sabía que hacer: realizar otro Puzzle.

3 comentarios:

  1. Algo largo, sí.
    Y algo bien escrito, también.

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  2. Genial tu relato.., y ahora me das algún truco para hacer el puzzle...., ni los bordes tengo completos.., todo me parece igual.., increíble pero no puedo con ello.

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  3. Muy bonito, sentimientos y sensaciones genial descritos, me ha encantado.

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