viernes, 15 de julio de 2011

El barbero

Este va a ser mi relato a presentar a un concurso en contra del racismo y de otro de temática libre. A ver que os parece esta historia que hace prevalecer la amistad por encima de todo.


El Barbero





“En este mundo hay sitio para todos, la buena tierra es rica y puede alimentar a todos los seres. El odio de los hombres pasará y caerán los dictadores, y el poder que se le quitó al pueblo se le reintegrará al pueblo, y, así, mientras el Hombre exista, la libertad no perecerá”
-Charles Chaplin en “El Gran Dictador”-

Alemania, finales de 1940
Una antorcha partió la luna de la barbería cuando los últimos rayos de sol bañaban las calles de Munich. Dentro, Ezequiel se encontraba a oscuras recogiendo sus utensilios antes de regresar a casa. Por suerte nadie entró en el local gracias a que la mayor parte del cristal de la barbería se encontraba lleno de carteles antisemitas y ello imposibilitaba la visión del interior desde fuera. Cuando las tropas nazis abandonaron la calle, Ezequiel se enfundó su gabardina y se fue a casa, andando lo más rápido posible.
 Al llegar a su casa, cuya fachada también estaba llena de insultos racistas, se sentó en un orejero y respiró profundamente. A los pocos segundos Hannah, su esposa, llegó con un barreño de agua caliente y lo dispuso a los pies de su marido, que pudo por fin relajarse.
Aún con los pies dentro de la palangana, Ezequiel se quitó la gabardina y la puso sobre su regazo para no perder el calor que en aquel mes de Noviembre escaseaba ya. Se quedó ensimismado mirando la estrella de David que todo judío tenía que llevar en sus ropajes para ser identificado, es decir, aquel símbolo servía para que todos los nazis que se encontrara a su paso le pudieran insultar y escupir sin que él pudiera hacer nada. 
Recordó otra ocasión anterior en la que Hannah le había traído una pila de agua caliente: fue hace ya mucho tiempo, tras la batalla de Verdún, en la cual se evidenció que el poder teutón no era tan grande como hacían creer. Él, por supuesto, había combatido del lado germano, siempre hombro con hombro con su gran amigo Ernest Bauer. Cuando finalizó la contienda, con lo poco que tenía ahorrado abrió la barbería y pudo salir al paso de la dura posguerra, pero Ernest siguió en el ejército y ahora, pese a su propio asco hacia el nacionalsocialismo, era Teniente de la Waffen SS.
Pensando aún en su querido amigo Ernest, le preguntó a Hannah que si le había respondido a su carta de ayuda, a lo que le respondió lo mismo que los últimos seis días: No.
Pasaron los minutos y el agua se empezó a quedar tibia. Hannah le invitó a irse a la cama, pero Ezequiel prefirió quedarse escuchando la radio; en tiempos de guerra estar atento a la radio podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Durante unos minutos que emitieron música clásica, se quedó profundamente dormido.
En su sueño, las balas de los nazis se deshacían en el aire y las bayonetas se convertían en agua al intentar atravesar a sus enemigos, pero de repente aquella escena tan idílica como utópica desapareció como cuando un rollo de película se quema con el calor del proyector. Cuando logró volver a ver algo con claridad, una larga fila de judíos se extendía en la lejanía. El era uno de ellos y estaba ya casi a la cabeza de la fila. A ambos lados de la comitiva, dos soldados nazis empujaban con sus armas a todos hacia un acantilado infinito.
Le tocó su turno, miró al pozo de sombras e intentó resistirse, pero un culatazo del Mauser de uno de los soldados le hizo trastabillar y cayó sin remedio. Durante su descenso hacia la oscuridad intentó gritar, pero de su boca solo salieron sonidos de campana a la vez que se empezaba a zarandear de un lado a otro…, pero, de repente se despertó asustado, dándole un manotazo a su pobre esposa que era quien de verdad lo estaba zarandeando. Al parecer, el sonido de las campanas provenía del timbre de la puerta.
Restregándose los ojos, se incorporó en la cama e hizo un gesto a su mujer para que desapareciera de la habitación. Tras abrir la puerta con cautela se encontró frente a frente con Ernest: sus facciones arias claramente marcadas eran similares al corte terso y rígido del traje, que era rematado por la esvástica en el brazo y las siglas metálicas de las SS.
     -¿Qué tal, mi Führer? –preguntó con sarcasmo Ezequiel.
     -No estamos para bromas, amigo, ¿puedo pasar?
     -Por supuesto, no sea que me fusiles.
     -No sigas por ahí, Ezequiel, sabes que nunca estaré de su parte, ¿qué quieres qué haga? Ahora mismo, en Alemania, o estás a favor de los nazis, o estás en su contra.
     -De acuerdo amigo, pero no olvides que yo, al igual que muchos más judíos dimos nuestra propia sangre por este país que ahora se ha tornado en un gran zepo para osos; y ya puedo notar como las puntas afiladas del acero se incrustan en mi piel, Ernest. En fin, ¿has encontrado ya la forma de ayudarnos a Hannah y a mí?
     -Más o menos. He intentado conseguir billetes de avión o de tren, pero todo esto se observa como deserción, por lo que es inviable. Tampoco se puede salir en coche, porque todas las salidas están vigiladas.
     -¿Qué solución hay entonces? –preguntó el judío, nervioso.
     -Atravesar la frontera a pie de noche. Por suerte Múnich está cerca de la frontera con Suiza, y allí ya tengo contactos que nos pueden ayudar.
     -Entiendo… ¿Y Cuándo?
     -Mañana, por suerte hay movilizaciones de tropas y la zona en concreto por la que vais a pasar estará menos vigilada. Además, como ahora yo tengo un cargo alto en el campo de concentración de Dachau, puedo hacer que la zona esté aún menos transitada de lo normal, pero no prometo nada.
     -Al final te tendré que dar las gracias, maldito nazi –Ezequiel esbozó una profunda sonrisa-. Supongo que con esto me has devuelto el favor que te hice en la batalla de Verdún.
     -Eso no cuenta, sabes de sobra que aquella granada no me hubiera matado –los dos rieron.
Era inconcebible como dos personas que se caían bien y que se querían mucho como buenos amigos que eran, podían estar separados por un abismo tan pequeño y a la vez tan grande. Curioso pensar que si tomas a dos hombres desnudos no hay ninguna disputa entre ellos y que son, sin duda, los uniformes y los pensamientos, generalmente impuestos por otros, los que hacen que se creen las diferencias, las barreras, las razas, cuando de por sí no las hay en ninguna parte del Mundo.
De estas cosas, entre otras, iba divagando Ezequiel mientras se ponía un uniforme de soldado que le había facilitado Ernest en la fría noche en la que esperaba conseguir la libertad que le correspondía por derecho.
Era ya de madrugada cuando Ernest comenzó a aproximarse a la frontera con su FIAT 508 Balilla de color negro. Iba a menos de veinte kilómetros por hora y no llevaba ninguna iluminación, tan sólo se guiaba por la luz de la luna menguante, por lo que estaban bastante bien camuflados frente a ojos ajenos. Cuando el bosque se hizo demasiado frondoso para la envergadura del vehículo, Ernest frenó el avance del coche y quitó el contacto. Tras un ligero ronroneo, el Fiat dejó de emitir sonido alguno.
       -Coged vuestras cosas y daos prisa –susurró Ernest, que tras dar un fuerte apretón nervioso al volante, salió al exterior.
Ezequiel y Hannah, no sin cierto miedo, abandonaron el coche. Nada más entrar en contacto con la noche, el vello de sus cuerpos se erizó: hacía mucho frío, tanto, que a Ernest no le quedó más remedio que coger un abrigo de Ezequiel que reposaba dentro del pequeño petate que portaba su mujer, la burda tela del traje militar no bastaba para combatir el frío de la noche alemana. Tras esto, comenzaron a adentrarse en la espesura del bosque, que se fundía con la oscuridad de la noche en una danza perfecta; sólo el sonido de las aves nocturnas y el de sus pisadas quebrando la hojarasca del bosque rompían el silencio de la noche.
Según Ernest, quedaban ya pocos metros para llegar a la frontera cuando unos ladridos de perro les hicieron frenar en seco. Aquellos ladridos provenían de su retaguardia y, para su desgracia, justamente de la parte en la que habían dejado el coche. Rápidamente, comenzaron a avanzar a buen paso, sin que les importara ya el ruido que pudieran hacer.
Los ladridos de los perros cada vez eran más cercanos, al parecer los soldados que pasaban por la zona los habían soltado para que cazaran a sus presas.
Ezequiel cogió el abultado fardo que portaba Hannah para que ella pudiera correr más fácilmente, con tan mala suerte que a los pocos metros se lió con una de las correas que servían de sujeción para la espalda y cayó al suelo. Su mujer rápidamente se dio la vuelta.
      -¡Hannah! Corre, no seas estúpida. Corre por tu vida, no le des el placer a esos perros de verte sufrir… ¡Corre!
Hannah insistió en ir a por su marido, pero Ernest la agarró del brazo y la lanzó hacia adelante. Después, con una gran muestra de fuerza levantó a Ezequiel de un golpe y le cogió el petate, seguidamente echó a correr en pos del judío, quedando así el último.
Como seis perlas danzantes, los ojos de los tres dobermans se hicieron ya visibles para los fugitivos. Sus bocas empezaron a producir gran cantidad de saliva a sabiendas de que un próximo festín podría estar muy, muy cerca. Ernest lanzó el bulto contra los perros, pero no acertó en su objetivo. Corrió mucho, pero la fatiga se fue adueñando de él y al final uno de los canes le alcanzó el tobillo, rápidamente, los otros dos perros se le tiraron encima también.
Pero Ernest era un hombre rudo y, con ayuda de un puñal de considerable tamaño que llevaba en el cinto, pudo deshacerse de los perros antes de que lo devoraran vivo. Ezequiel se acercó a por él y lo levantó a duras penas, echándoselo al hombro.
Siguieron avanzando, pero el alemán tenía los pies destrozados por los mordiscos del primer perro y no podía andar, por lo que se dejó caer en el suelo de nuevo. No muy lejos, unas voces alemanas proclamaban el alto.
     -Vete maldito judío, vete.
     -No te puedo dejar aquí Ernest, no puedo abandonar así a un amigo, a un igual.
     -Mejor que caben un hoyo a que caben dos, Ezequiel. Aunque bueno, siendo como son estos malditos nazis, seguro que nos enterrarían junto a los perros.
     -¡Vamos, levántate! –Ezequiel tiró de su amigo haciendo caso omiso, pero Ernest hacía fuerza para mantenerse en el suelo. Mientras, el sonido de las botas de los soldados se acercaba peligrosamente- No nos queda mucho tiempo.
El teniente de las SS blandió el puñal contra su amigo y le cortó en una mano.
      -Vete Ezequiel, o los cortes que haces en las orejas a tus clientes se quedarán en un cuento de niños.
      -Está bien. Pero dame esa cazadora. Si ven que eres alemán a lo mejor te perdonan la vida.Te quiero amigo –y se fundieron en un abrazo que quedó marcado a fuego en lo más profundo de sus almas.
      -No Ezequiel, hasta aquí he llegado, y prefiero morir como un judío a morir bajo el poder de la esvástica. ¡Huye!
      -Te quiero, amigo.
Cuando Ezequiel se alejaba, Ernest gritó:
            -Y no lo olvides judío de mierda, la amistad y el amor siempre prevalecen… la raza debe ser en realidad la verdadera esclava.
Ezequiel siguió corriendo mientras las lágrimas comenzaban a nublar su vista. Tardó poco en alcanzar a su mujer y juntos cruzaron la frontera, allí esperaba ya el contacto de Ernest con una furgoneta. Antes de subirse al vehículo Ezequiel se dio la vuelta.
El silencio de la noche fue desgarrado una vez más por una sonora carcajada de Ernest que, tras unos segundos, se convirtió en un grito que rápidamente fue sofocado por varios disparos.
El barbero comenzó a llorar, y sus lágrimas empaparon el suelo de Suiza con la fuerza de la libertad.
     -Adiós amigo, espero que en el otro lado nos dejen vivir a todos juntos como hermanos. Adiós amigo, adiós…


2 comentarios:

  1. Bueno, Chaplin, al fin y al cabo es tu historia, así que nadie mejor que tu para contar la vida de este entrañable barbero judío.

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  2. escogí a este hombrecillo al que tanto aprecio porque es el que mejor supo hacer un discurso antibelicista dentro de la guerra... aunque mi relato no le llegue ni a la suela de sus enormes zapatos jeje

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