miércoles, 17 de febrero de 2016

VIVIR Y MORIR EN ZAMORA XXXIII



22:00 Habitación 2223 del Hospital Virgen de la Concha

                Sara miraba por la ventana con soslayo desde la cama, en busca de alguna estrella, sin suerte.
Después de ducharla y vestirla con la ropa del hospital, Ángel había vuelto a comisaría para dar parte con detalle de todo lo sucedido. Aún no había regresado.
Después de todo lo sucedido, su cuerpo por fin se comenzaba a relajar y, a la vez, comenzaba a notar todas las heridas y golpes que había recibido su cuerpo. Estaba viva, pero su cuerpo tardaría muchas semanas en olvidar lo sucedido, al contrario que su mente, que no olvidaría aquel día nunca.
El hospital ya estaba prácticamente en silencio pero, sin ella esperarlo, pues había pedido que no fuera nadie hasta el día siguiente a verla, la puerta de su habitación se abrió con timidez. Sara se asustó, y no era ella de asustarse por nada, pero en aquellos momentos cualquier ruido la ponía en alerta y sus nervios en tensión.
Unos pasos vagos se dibujaron en el suelo de la habitación, y finalmente Nuria pudo distinguir la figura recortada de Tomás, que iba apoyado en un bastón y con un gotero portátil.
Nuria le miró y sonrió, y la sonrisa desenlazó en un reguero de lágrimas que parecía infinito. Y Tomás, desde la puerta, aunque se intentó resistir, también comenzó a llorar. Allí estaban los dos compañeros, sin decir nada, llorando de felicidad, de ver que, pese a todo, seguían vivos.
Nuria hizo ademán de incorporarse, pero su cuerpo le dijo que no en forma de mil y un pinchazos a lo largo de su cuerpo, así que sólo pudo abrir los brazos a un Tomás que había dejado caer su provisional bastón y que llegó hasta ella con relativa rapidez para, ya por fin, fundirse en un abrazo familiar que les pareció eterno.
No habían podido salvar a los buenos… pero tampoco habían dejado escapar a los malos. El dolor que sentían en aquel momento había merecido la pena.

12:00 habitación 3004 Del Hospital Virgen de la Concha
                Carlos se despertó.
                Estaba recostado en uno de esos sillones de Hospital público que tenían más edad que él mismo, y que habían dado acomodo, por decirlo de alguna manera, a más personas que los sillones de La Moncloa.
                Carlos se despertó, sin ningún motivo aparente. No había tenido ninguna pesadilla, ni Manuel había vuelto a llorar. Todo estaba en calma, tan sólo se oía alguna tos dispersa que se desvanecía en la inmensidad del edificio.
                Intentó volverse a poner cómodo en el sillón, pero se había desvelado y, conociéndose, no se volvería a dormir hasta pasados varios minutos. Así que, con cuidado, se levantó del sillón que, con suerte, apenas emitió ruido.
                Miró a Raquel, que dormía de lado mirando hacia la cuna. Respiraba parsimoniosamente. Qué guapa era. Muchas veces por la mañana, cuando despertaba, le decía que en ese momento era cuando más guapa estaba, y ella siempre le decía lo mismo, que si quería hacer el amor que lo dijera, pero que no le mintiera. Pero Carlos lo decía de verdad. Cuándo dormía y cuando se despertaba, era cuando más bella la veía, y por cosas de esas sabía que era la mujer de la vida.
No reparó en ningún detalle más y, con cuidado también, salió al pasillo.
                El corredor estaba vacío, ni si quiera había una enfermera. La luz era tenue, y había tanto silencio que se podía oír el ligero zumbar de los fluorescentes. Dejó la puerta prácticamente cerrada y caminó hacia la sala común de la planta. Todo ese ambiente le arropaba en la soledad que en ese momento sentía. Aunque Carlos no sabía muy bien que sentir. Notaba que si sentía alegría por su hijo, le faltaba al respeto a su padre, y si se sentía triste, le faltaba el respeto a su hijo y, sobre todo, a su mujer; de ahí que se sintiera sólo, sin ganas de compartir nada con nadie, porque sabía de sobra que nadie iba a poderle decir nada que le valiera, y para palmaditas en la espalda, ya se las daba él.
                En la sala común tampoco había nadie, las sillas, en posición anárquica, estaban diseminadas por la sala, sin hacer mucho caso a las tres mesas dispuestas. Sorteándolas, llegó hasta el gran ventanal.
                La ciudad dormía, recapacitando en lo que había ocurrido aquel día. Era apenas media noche en un día festivo, pero no había nadie por la calle, la ciudad se había vestido de luto.
                Ese triste consuelo le quedaba a Carlos: que el drama ajeno le acompañaría en su luto. Se apoyó en la barra que acompañaba al ventanal y fijó su mirada en el bloque de edificios en el que vivía desde hace ya tantos años.
                Y se vio así mismo de pequeño en la terraza de su casa, arrojando a la calle azulejos que habían sobrado de una chapuza casera. Mil veces había intentado pensar que le podía haber llevado a hacer esa trastada, pero nunca lo había comprendido, simplemente sabía que estaba mal, y por eso lo hacía.
                Por suerte para él y para algún bienandante despistado que pudiera pasar por su calle en ese momento, su abuela estaba tendiendo la ropa en el edificio de enfrente y le vio hacerlo, por lo que llamó inmediatamente a su casa.
                Desde allí, desde el ventanal del Hospital, Carlos recordaba como su padre había sacado el brazo por la puerta de la terraza y había tirado de él para dentro como si fuera un monigote de los Looney Toons… digamos que esa noche durmió caliente. Aquel recuerdo le hizo esbozar una ligera sonrisa, que ya era mucho.
                Le pareció oír pasos, y así fue. Por la puerta apareció un señor de unos sesenta años, vestido de calle como él, pero con zapatillas de andar por casa, como él también. Se saludaron sin decir nada. El otro hombre se sentó en una mesa, de cara al pasillo, para aprovechar su débil luz y echar un ojo a un periódico que, seguramente, ya habría mirado varias veces aquel día.
                Carlos le miró de reojo. No le conocía, ni le sonaba, y en ese momento se dio cuenta de que, quizá, aquel hombre, tuviera en su habitación un drama mucho mayor que el suyo… o quizá no, y todo fuera felicidad… en un hospital, aunque abundaban las malas noticias, todos los días había alguna buena. Ese anonimato a él también le ayudaba a no hacerse la víctima. A nadie le interesaba su vida, ni que hubiera perdido a su padre, ni que hubiera sido padre, que hubiera matado a una persona o que hubiera salvado a un policía. Para el otro hombre, Carlos tan sólo era un hombre que se había desvelado y estaba pasando el rato mirando por la ventana hasta que le volviera a entrar en el sueño.
                Y el hecho de hacer un repaso por todo el día, hizo que las rodillas le pesaran y le entrara de nuevo el sueño, y no podía perder la oportunidad de volverse a dormir; en unas horas volvería al tanatorio, dónde había quedado su madre y los padres de Raquel.
                Nuevamente, los dos noctámbulos se despidieron de nuevo sin decir nada, y Carlos volvió a su habitación, caminando por el centro del pasillo, errante.
                Cerró la puerta con cuidado, de nuevo. Raquel seguía en la misma posición, y Manuel, aunque se movía levemente, seguía durmiendo plácidamente. En ese momento fue cuando Carlos reparó en un pequeño libro encuadernado en copistería que reposaba encima de la mesilla de la habitación: era el borrador de su novela.
                Se acercó al libro y, tras quitar las gafas de Raquel de encima, lo cogió. Después, rodeó la cama y se volvió a sentar en el sillón. Apenas había estrellas y la luna distaba mucho de ser llena, así que usó su móvil para iluminar el tosco volumen.
                Comenzó a leer por enésima vez “Vivir y Morir en Zamora”. Las luces y sombras que ese día habían entrado en su vida le habían tocado en lo más fondo, y sabía que debido a ello no podía dar por finalizado su libro. Así que, con ayuda de un boli cercano, comenzó a tachar por aquí ideas equivocadas y apuntar por allá nuevos conceptos que podían ayudar a mejorar aquella novela.

                Y comprendió también que quizá eso es la vida, una novela que no tiene un único autor y cuyo punto y final sólo tiene permiso para ponerlo La Muerte. Una vida que nunca funciona como uno quiere, puesto que si así fuera carecería de puntos de giro y de putadas del destino que, en definitiva, harían de cualquier vida, una mierda.