Hace mucho, mucho tiempo, en el vasto imperio de Coreses, El rey Severiano, que era muy severo, como su propio nombre indica, mantenía a su bella hija Rebeca encerrada en los límites del castillo, para que, según él “ningún hombre indigno la mirara”.
La princesa no se había sumido en la desesperación gracias a las sirvientas de la corte y a su inseparable amigo Uvillines, un pequeño y regordete roedor que siempre frecuentaba sus aposentos en busca de alimento y que era su mejor amigo.
Sólo sabía del mundo exterior lo que veía a través de su balcón. Desde allí oía a los niños reír y cantar, a los campesinos cortejar a las chicas que vendían la comida en el mercado etc. Ella añoraba todo eso, pese a no conocerlo. No podía recurrir a la ayuda de su madre Tina, pues era de la misma condición que su padre, o mucho peor.
Una noche, sentada en el borde de la balconada, acariciando el lomo del roedor, ya dormido, se imaginó como podía ser la vida fuera de palacio: podría vivir en una modesta casa, sin el constante agobio de tener alguien espiándola, preocupada en alguna labor de costura, o trabajando la tierra junto a un apuesto labrador.
Tras estos pensamientos, se fue a la cama, y calló profundamente dormida. Soñó con lo que esa misma noche había pensado, y al despertar se le ocurrió la idea de escaparse un ratito, aunque si la pillaban podría tener consecuencias fatídicas.
Dejó un montón de almohadones en su cama para simular que estaba dormida y encargó a Uvillines la tarea de espantar a todas las cortesanas que entraran en la habitación. Con eso tendría al menos un par de horas de libertad.
Descendió por el balcón gracias a unas enredaderas, y escapó de la mirada de los guardas gracias a que había robado uno de los trajes de las criadas.
Dio una vuelta por la plaza del pueblo, ensimismada con cualquier cosa, todo para ella era nuevo. Tan embobada iba, que se tropezó sin querer con una piedra y calló en un charco.
Antes incluso de que asimilara que se había caído, un joven alto, guapo, pero con algo de barriguita, la ayudó a levantarse esgrimiendo una amplia sonrisa.
Se presentó como Manuel, ayudante del panadero real. Le ofreció levarla a la panadería. Según él, los grandes hornos harían que sus ropajes se secaran pronto. Aunque ruborizada, Rebeca aceptó.
Tras un par de horas allí, Manuel fue reprendido y tuvo que volver al trabajo, no sin antes hacerle jurar a la princesa que lo iría a ver al día siguiente.
El proceso se repitió las dos semanas siguientes, hasta que una maldita mañana los guardias reales entraron a por la princesa, ya que el señuelo aquel día no había funcionado. Fue entonces cuando Manuel descubrió que la chica de la que se había enamorado era la mismísima princesa.
Rebeca fue encerrada en su habitación, y dos guardias se apostaron debajo de su ventana, para evitar que se escapase.
Pero aquella misma noche, el intrépido panadero forjó la barra de pan jamás hecha por el hombre, y, derribando a los dos guardias usando la pala de madera con la que manejaba los panes dentro del horno, usó la enorme hogaza como una enorme resbalina.
Tras un par de gritos, que a Rebeca le parecía oír en sueños, recogió al ratón Uvillines y se deslizó hasta al lado de su amado.
Aunque la noche era oscura, ambos se miraron fijamente a los ojos y se besaron. Después, con premura, pues se había dado la voz de alarma, escaparon al galope en el borrico de Manuel, llamado Tristán.