22:00 Habitación 2223
del Hospital Virgen de la Concha
Sara
miraba por la ventana con soslayo desde la cama, en busca de alguna estrella,
sin suerte.
Después de ducharla y vestirla
con la ropa del hospital, Ángel había vuelto a comisaría para dar parte con
detalle de todo lo sucedido. Aún no había regresado.
Después de todo lo sucedido, su
cuerpo por fin se comenzaba a relajar y, a la vez, comenzaba a notar todas las
heridas y golpes que había recibido su cuerpo. Estaba viva, pero su cuerpo
tardaría muchas semanas en olvidar lo sucedido, al contrario que su mente, que
no olvidaría aquel día nunca.
El hospital ya estaba
prácticamente en silencio pero, sin ella esperarlo, pues había pedido que no
fuera nadie hasta el día siguiente a verla, la puerta de su habitación se abrió
con timidez. Sara se asustó, y no era ella de asustarse por nada, pero en
aquellos momentos cualquier ruido la ponía en alerta y sus nervios en tensión.
Unos pasos vagos se dibujaron en
el suelo de la habitación, y finalmente Nuria pudo distinguir la figura recortada
de Tomás, que iba apoyado en un bastón y con un gotero portátil.
Nuria le miró y sonrió, y la
sonrisa desenlazó en un reguero de lágrimas que parecía infinito. Y Tomás,
desde la puerta, aunque se intentó resistir, también comenzó a llorar. Allí
estaban los dos compañeros, sin decir nada, llorando de felicidad, de ver que,
pese a todo, seguían vivos.
Nuria hizo ademán de
incorporarse, pero su cuerpo le dijo que no en forma de mil y un pinchazos a lo
largo de su cuerpo, así que sólo pudo abrir los brazos a un Tomás que había
dejado caer su provisional bastón y que llegó hasta ella con relativa rapidez
para, ya por fin, fundirse en un abrazo familiar que les pareció eterno.
No habían podido salvar a los
buenos… pero tampoco habían dejado escapar a los malos. El dolor que sentían en
aquel momento había merecido la pena.
12:00
habitación 3004 Del Hospital Virgen de la Concha
Carlos
se despertó.
Estaba
recostado en uno de esos sillones de Hospital público que tenían más edad que él
mismo, y que habían dado acomodo, por decirlo de alguna manera, a más personas
que los sillones de La Moncloa.
Carlos
se despertó, sin ningún motivo aparente. No había tenido ninguna pesadilla, ni Manuel
había vuelto a llorar. Todo estaba en calma, tan sólo se oía alguna tos
dispersa que se desvanecía en la inmensidad del edificio.
Intentó
volverse a poner cómodo en el sillón, pero se había desvelado y, conociéndose,
no se volvería a dormir hasta pasados varios minutos. Así que, con cuidado, se
levantó del sillón que, con suerte, apenas emitió ruido.
Miró a
Raquel, que dormía de lado mirando hacia la cuna. Respiraba parsimoniosamente.
Qué guapa era. Muchas veces por la mañana, cuando despertaba, le decía que en
ese momento era cuando más guapa estaba, y ella siempre le decía lo mismo, que
si quería hacer el amor que lo dijera, pero que no le mintiera. Pero Carlos lo
decía de verdad. Cuándo dormía y cuando se despertaba, era cuando más bella la
veía, y por cosas de esas sabía que era la mujer de la vida.
No reparó en ningún detalle más y,
con cuidado también, salió al pasillo.
El
corredor estaba vacío, ni si quiera había una enfermera. La luz era tenue, y
había tanto silencio que se podía oír el ligero zumbar de los fluorescentes.
Dejó la puerta prácticamente cerrada y caminó hacia la sala común de la planta.
Todo ese ambiente le arropaba en la soledad que en ese momento sentía. Aunque
Carlos no sabía muy bien que sentir. Notaba que si sentía alegría por su hijo,
le faltaba al respeto a su padre, y si se sentía triste, le faltaba el respeto
a su hijo y, sobre todo, a su mujer; de ahí que se sintiera sólo, sin ganas de
compartir nada con nadie, porque sabía de sobra que nadie iba a poderle decir
nada que le valiera, y para palmaditas en la espalda, ya se las daba él.
En la
sala común tampoco había nadie, las sillas, en posición anárquica, estaban
diseminadas por la sala, sin hacer mucho caso a las tres mesas dispuestas.
Sorteándolas, llegó hasta el gran ventanal.
La
ciudad dormía, recapacitando en lo que había ocurrido aquel día. Era apenas
media noche en un día festivo, pero no había nadie por la calle, la ciudad se
había vestido de luto.
Ese
triste consuelo le quedaba a Carlos: que el drama ajeno le acompañaría en su
luto. Se apoyó en la barra que acompañaba al ventanal y fijó su mirada en el
bloque de edificios en el que vivía desde hace ya tantos años.
Y se
vio así mismo de pequeño en la terraza de su casa, arrojando a la calle
azulejos que habían sobrado de una chapuza casera. Mil veces había intentado
pensar que le podía haber llevado a hacer esa trastada, pero nunca lo había
comprendido, simplemente sabía que estaba mal, y por eso lo hacía.
Por
suerte para él y para algún bienandante despistado que pudiera pasar por su
calle en ese momento, su abuela estaba tendiendo la ropa en el edificio de
enfrente y le vio hacerlo, por lo que llamó inmediatamente a su casa.
Desde
allí, desde el ventanal del Hospital, Carlos recordaba como su padre había
sacado el brazo por la puerta de la terraza y había tirado de él para dentro
como si fuera un monigote de los Looney Toons… digamos que esa noche durmió
caliente. Aquel recuerdo le hizo esbozar una ligera sonrisa, que ya era mucho.
Le
pareció oír pasos, y así fue. Por la puerta apareció un señor de unos sesenta
años, vestido de calle como él, pero con zapatillas de andar por casa, como él
también. Se saludaron sin decir nada. El otro hombre se sentó en una mesa, de
cara al pasillo, para aprovechar su débil luz y echar un ojo a un periódico
que, seguramente, ya habría mirado varias veces aquel día.
Carlos
le miró de reojo. No le conocía, ni le sonaba, y en ese momento se dio cuenta
de que, quizá, aquel hombre, tuviera en su habitación un drama mucho mayor que
el suyo… o quizá no, y todo fuera felicidad… en un hospital, aunque abundaban
las malas noticias, todos los días había alguna buena. Ese anonimato a él
también le ayudaba a no hacerse la víctima. A nadie le interesaba su vida, ni
que hubiera perdido a su padre, ni que hubiera sido padre, que hubiera matado a
una persona o que hubiera salvado a un policía. Para el otro hombre, Carlos tan
sólo era un hombre que se había desvelado y estaba pasando el rato mirando por
la ventana hasta que le volviera a entrar en el sueño.
Y el
hecho de hacer un repaso por todo el día, hizo que las rodillas le pesaran y le
entrara de nuevo el sueño, y no podía perder la oportunidad de volverse a
dormir; en unas horas volvería al tanatorio, dónde había quedado su madre y los
padres de Raquel.
Nuevamente,
los dos noctámbulos se despidieron de nuevo sin decir nada, y Carlos volvió a
su habitación, caminando por el centro del pasillo, errante.
Cerró
la puerta con cuidado, de nuevo. Raquel seguía en la misma posición, y Manuel,
aunque se movía levemente, seguía durmiendo plácidamente. En ese momento fue
cuando Carlos reparó en un pequeño libro encuadernado en copistería que
reposaba encima de la mesilla de la habitación: era el borrador de su novela.
Se
acercó al libro y, tras quitar las gafas de Raquel de encima, lo cogió. Después,
rodeó la cama y se volvió a sentar en el sillón. Apenas había estrellas y la
luna distaba mucho de ser llena, así que usó su móvil para iluminar el tosco
volumen.
Comenzó
a leer por enésima vez “Vivir y Morir en Zamora”. Las luces y sombras que ese
día habían entrado en su vida le habían tocado en lo más fondo, y sabía que
debido a ello no podía dar por finalizado su libro. Así que, con ayuda de un
boli cercano, comenzó a tachar por aquí ideas equivocadas y apuntar por allá
nuevos conceptos que podían ayudar a mejorar aquella novela.
Y
comprendió también que quizá eso es la vida, una novela que no tiene un único
autor y cuyo punto y final sólo tiene permiso para ponerlo La Muerte. Una vida
que nunca funciona como uno quiere, puesto que si así fuera carecería de puntos
de giro y de putadas del destino que, en definitiva, harían de cualquier vida,
una mierda.