lunes, 5 de octubre de 2015

Vivir y Morir en Zamora XXIX


18:45 Tanatorio Sever

            Carlos; ya no está, ya no está, ya no está.
            Carlos tuvo que salir finalmente del tanatorio, no podía pensar con claridad, aunque seguramente no lo pudiera hacer en ningún lado.
            El escritor fue deambulando por las calles anexas al tanatorio hasta que llegó a la puerta del BB+, un conocido after del extrarradio de la ciudad.
            Carlos sonrió, aún recordaba como hacía más de una década su padre lo sacó de allí por las orejas a las siete de la mañana un Jueves Santo para ir a pintar una fachada, no recordaba día más vergonzoso en su vida.

            No es fácil encajar una pérdida, aunque Carlos ya había encajado unas cuantas.
            Recordó su primera ruptura: Rebeca, era también escritora, la conoció en la Universidad, la vio por primera vez en una discoteca, y se enamoró a primera vista, aunque su trabajito le costó camelarla. Tras cuatro años de romance idílico, en el que los momentos buenos fueron igual de intensos que los malos y en los que compartieron absolutamente todo, un día, tras acabar ambos la carrera, la historia terminó; ella se fue y no volvió a saber de ella; actualmente, y gracias a un amigo en común, sabía que se había casado y vivía en Albacete. Para Carlos aquella ruptura fue un trago muy amargo, creía que era lo peor que una persona viva podía soportar… hasta hacía unas horas.

            Piensa en cosas malas, ahora imagina que te ocurren todas el mismo día, pues bien, todas ellas juntas no son ni parecidas al momento en el que te enteras de que tu padre ya no está, que ese consejero que estaba en lo bueno y en lo malo aunque se llevará más malas palabras de las que se merecía, ya no estaba.
            Manolo ya no volvería a abrir la boca para indicarle que era lo mejor para él, aquel hombre que, con su brocha gorda y su rodillo le había enseñado más cosas que cualquier libro, que cualquier filósofo.
            Se volvió a acordar de su primera ruptura, y de cómo su padre se sentó a su lado uno de esos días que no se quería levantar de la cama y le dijo: Carlos, levántate, o la vida te comerá los huevos, el alma, si te dejas. Y ninguna mujer, ni ningún hombre, ni aún nosotros, tus padres, pueden hacer que te hundas en la miseria. Al fin y al cabo, lo que te ha pasado no es tan grave, por suerte a las mujeres las fabrican al lado de los coches Seat, ahí en Valladolid, y claro, alguna, como la tuya, sale defectuosa, pero hay muchas que son perfectas, como tu madre. Quizá ahora mismo la chica perfecta está ahí abajo, en la calle, esperando a cruzarse contigo y tú, en cambio, estás aquí echado, llorando por algo que no merece la pena; así que venga, arriba, que ésta noche es el Barça-Madrid.
            Al final, una vez más, todo se resumía en la frase “no hay huevos a…”. Carlos era escritor, trabajaba con emociones continuamente, emociones de vidas que le pertenecían de manera dictatorial, pero se daba cuenta, cada vez más, que en la vida real, en su realidad, era mejor no ser sentimental, en la vida real parece que es mejor ser un albañil, un albañil que tapia una y otra vez el corazón para que todas las cosas le reboten, y si algún muro cae, ahí está de nuevo el albañil para reconstruir el muro, dejando el corazón, por enésima vez, en la sombra, en el banquillo de la vida. Vivir de manera sentimental y sufrir, o vivir impasible y estar igual de frío en vida que una vez muerto: eran las dos opciones.

            Carlos dio media vuelta. Su padre ya no iba a moverse, y la cabalgata de parientes y amigos en las horas sucesivas sería insoportable, así que mejor preocuparse por los vivos, que por los muertos ya nada se puede hacer. Es por esto que Carlos enfiló la acera de camino al Hospital, quería saber qué tal se encontraba Tomás.